Se despertó con el sonido del mar, de las gaviotas
intentando llevarse al pico algún pez despistado, y del chapoteo desesperado de
otro que intentaba salvar su vida de las garras del fiero ave. Una tenue luz se
filtró por las cortinas de gasa e iluminó la habitación con el propósito de dar
los buenos días al que dormitaba entre las sábanas. El individuo, con los ojos
entreabiertos, fijó la mirada en la sombra de una palmera que el sol de la
mañana había dibujado en la pared, como quien se levanta y, sentado en la cama,
mira absorto una zapatilla de estar por casa. Así se quedó largo rato hasta que
sus pensamientos se vieron interrumpidos por la repentina aparición de una
sombra felina que acompañaba a la palmera. Aquella mancha negra desapareció y
reapareció en su forma física apoyando la cabeza en la pierna de su amo. Pero
tan pronto como vino se fue, gateando silenciosamente en dirección a alguna
parte de la casa. Él, finalmente, se levantó y se dirigió hacia la terraza
mientras la madera crujía bajo sus pies. El aire fresco actuaba como el agua
fría en la cara. Se había levantado más pronto que de costumbre, pero el
momento que estaba viviendo lo merecía. El sol de Bali se situaba justo encima
del mar, del límite que nuestra vista traza en forma de línea cuando somos
incapaces de ver más allá. Era intenso, cegador, su luminosidad abarcaba todo
el cielo, y estampaba tonalidades que pasaban desde el naranja más intenso y
llamativo hasta el más claro y suave. En el mar se creaba un degradado que
pasaba por toda la gama de los azules. Empezaba en la orilla, donde los colores
celestes casi blancos se iban convirtiendo en oscuros conforme se acentuaba la
profundidad. La marea era baja y el agua tan cristalina que los seres marinos
quedaban totalmente visibles y desprotegidos. El observador se rascó la barba,
luego la cabeza, y se dio cuenta de que la brisa marina había transportado
sustancias salinas a su cuero cabelludo. Era la única sensación que odiaba de
la playa, eso y la arena dentro del bañador. Cuando quiso darse la vuelta para
volver a entrar en la casa un majestuoso delfín saltó saliendo del agua y le
gritó “¡buenos días!”, también las gaviotas, los peces desde el agua, y los
ermitaños que pasaban por allí con su concha a cuestas mientras le dedicaban un
baile al son de “Its a beautiful day” de Michael Buble. Esto lo sobresaltó y
por un acto reflejo tambaleó la mesita de exterior que había a su lado. Con una
expresión de total perplejidad y extrañeza, empezó a gesticular y a hablar con
monosílabos para sí mismo intentando explicarse aquella situación. Pero todo
era un sueño.
Cuando abrió los ojos su gato estaba lamiéndole la cara, se incorporó y se sentó, poniendo los pies en el frío mármol del suelo. Miró el reloj y, una vez más, se había levantado diez minutos antes de que sonara el despertador. Alzó la vista y miró a través de los amplios cristales que ofrecían una vista panorámica de toda la ciudad. Estaba amaneciendo. Las luces de las farolas se apagaban y el tráfico comenzaba a hacerse notar. Las calles empezaron a llenarse de gente que andaban a paso acelerado. Bajó la mirada hacia la mesita de noche y cogió el folleto de Bali. Lo bueno había terminado.