jueves, 1 de octubre de 2015

Hay algo que no entiendo

 
Hay algo que no entiendo. No entiendo por qué en las Fashion Weeks y, en concreto, en los desfiles, hay filas de invitados mirándolo a través de la pantalla del móvil cuando pueden disfrutar del momento en persona, observando las diferentes tonalidades de las prendas, percibiendo el movimiento de ellas por cada paso que da la modelo y apreciando la delicadeza del tejido, porque esos son detalles simples, pero bonitos, son detalles que revelan la exquisita calidad de las prendas, detalles que una cámara o un simple vídeo no pueden captar. 

Siempre me fijo en la primera fila, que es la que más suele llamar la atención, bien por su proximidad a la pasarela o bien porque en ella suelen encontrarse las personas más importantes de la industria de la moda, y distingo a un conjunto de asistentes de entre los cuales la mayoría se encuentra con la cabeza gacha y escribiendo o posteando en Instagram. Otros prefieren contemplar el espectáculo a través del aparato como si lo estuvieran viendo online desde sus casas y, unos pocos, se hallan con las manos vacías sobre las piernas mirando de arriba abajo toda la colección o con un bolígrafo en la mano haciendo anotaciones en sus libretas.

A mí me encanta la fotografía, me gusta capturar los instantes y conservarlos como recuerdos, por lo que no considero mal hacer fotos a algún look o hacer algún vídeo, repito, algún. Ver un desfile en vivo y en directo es un momento único, un privilegio, y a veces, me da la impresión de que muchos invitados no saben valorar la suerte que tienen. No sé cómo se sentirán los diseñadores con esa actitud pero, si yo lo fuera, adivinad mi reacción.

lunes, 21 de septiembre de 2015

Lo bueno ha terminado


Se despertó con el sonido del mar, de las gaviotas intentando llevarse al pico algún pez despistado, y del chapoteo desesperado de otro que intentaba salvar su vida de las garras del fiero ave. Una tenue luz se filtró por las cortinas de gasa e iluminó la habitación con el propósito de dar los buenos días al que dormitaba entre las sábanas. El individuo, con los ojos entreabiertos, fijó la mirada en la sombra de una palmera que el sol de la mañana había dibujado en la pared, como quien se levanta y, sentado en la cama, mira absorto una zapatilla de estar por casa. Así se quedó largo rato hasta que sus pensamientos se vieron interrumpidos por la repentina aparición de una sombra felina que acompañaba a la palmera. Aquella mancha negra desapareció y reapareció en su forma física apoyando la cabeza en la pierna de su amo. Pero tan pronto como vino se fue, gateando silenciosamente en dirección a alguna parte de la casa. Él, finalmente, se levantó y se dirigió hacia la terraza mientras la madera crujía bajo sus pies. El aire fresco actuaba como el agua fría en la cara. Se había levantado más pronto que de costumbre, pero el momento que estaba viviendo lo merecía. El sol de Bali se situaba justo encima del mar, del límite que nuestra vista traza en forma de línea cuando somos incapaces de ver más allá. Era intenso, cegador, su luminosidad abarcaba todo el cielo, y estampaba tonalidades que pasaban desde el naranja más intenso y llamativo hasta el más claro y suave. En el mar se creaba un degradado que pasaba por toda la gama de los azules. Empezaba en la orilla, donde los colores celestes casi blancos se iban convirtiendo en oscuros conforme se acentuaba la profundidad. La marea era baja y el agua tan cristalina que los seres marinos quedaban totalmente visibles y desprotegidos. El observador se rascó la barba, luego la cabeza, y se dio cuenta de que la brisa marina había transportado sustancias salinas a su cuero cabelludo. Era la única sensación que odiaba de la playa, eso y la arena dentro del bañador. Cuando quiso darse la vuelta para volver a entrar en la casa un majestuoso delfín saltó saliendo del agua y le gritó “¡buenos días!”, también las gaviotas, los peces desde el agua, y los ermitaños que pasaban por allí con su concha a cuestas mientras le dedicaban un baile al son de “Its a beautiful day” de Michael Buble. Esto lo sobresaltó y por un acto reflejo tambaleó la mesita de exterior que había a su lado. Con una expresión de total perplejidad y extrañeza, empezó a gesticular y a hablar con monosílabos para sí mismo intentando explicarse aquella situación. Pero todo era un sueño.

Cuando abrió los ojos su gato estaba lamiéndole la cara, se incorporó y se sentó, poniendo los pies en el frío mármol del suelo. Miró el reloj y, una vez más, se había levantado diez minutos antes de que sonara el despertador. Alzó la vista y miró a través de los amplios cristales que ofrecían una vista panorámica de toda la ciudad. Estaba amaneciendo. Las luces de las farolas se apagaban y el tráfico comenzaba a hacerse notar. Las calles empezaron a llenarse de gente que andaban a paso acelerado. Bajó la mirada hacia la mesita de noche y cogió el folleto de Bali. Lo bueno había terminado.

sábado, 18 de abril de 2015

El tiempo


El tiempo transcurre sin apenas darnos cuenta. Por cada milésima de segundo que pasa todo va envejeciendo y perdiendo (o ganando) valor, de tal forma que nada vuelve a ser lo mismo que antes. Como aquel pájaro que acaba de perder una pluma cruzando el cielo o como ese árbol que simplemente ondea sus ramas y hojas al viento. Sin embargo, percibimos que el tiempo ha pasado cuando ha pasado el tiempo suficiente para darnos cuenta de ello. 

El tiempo es una de las cosas inevitables que nos da la vida y, aunque fluya del mismo modo para todos, es el único capaz de hacer interminable una hora a una persona e increíblemente efímero a otra. Su explicación es sencilla: todo depende de cómo pasemos el tiempo. Si durante esa hora la primera persona ha permanecido sentada, sin levantarse, lógicamente tendrá la sensación de que el tiempo ha transcurrido más lentamente que para la segunda, la cual estaba de copas con los amigos.

Con el tiempo aprendemos a vivir gracias a las experiencias, que definen nuestra persona. Como nadie vive las mismas experiencias cada uno percibe la vida desde perspectivas diferentes. Podemos encontrarnos con personas que sintamos que perciben la vida “igual” que nosotros, pero ese “igual” es falso. Siempre habrá detalles que marquen la diferencia y hagan que no haya dos iguales. De esta forma, llegamos a inferir que el tiempo está muy estrechamente ligado a la vida. Sin él, la vida no sería posible, el mundo se paralizaría y, por tanto, todo conservaría siempre el mismo estado, nunca variaría y evidentemente, las experiencias no existirían.

Mientras lees esto hay gente que está comprando o pidiendo en la calle, trabajando o buscando trabajo, paseando sola o con sus hijos, durmiendo o levantándose de la cama, comiendo o buscando algo que llevarse a la boca. El tiempo pasa, fluye, transcurre, paulatina y vertiginosamente.

domingo, 29 de marzo de 2015

Seis de la mañana

 
Seis de la mañana. Ella se levanta de la cama y coloca en el suelo de tarima los calentitos pies cubiertos por aquellos calcetines de renos que le regalaron las Navidades pasadas, feos como ellos solos, pero oye, abrigan. Mira por la ventana totalmente helada y envuelta en una gruesa capa de escarcha. Aún es de noche, pero se puede entrever el mal color del cielo, está encapotado, amenazando con provocar una inminente y estrépita lluvia que difícilmente podría no transformarse en nieve por el frío. De repente aparece sumida en sus pensamientos, le espera un día lleno de trabajo y piensa en cómo debería organizarse para no llegar tarde a la cena de Nochebuena. Una oleada de ideas, planes y esquemas mentales pasan por su cabeza, pero al acordarse de los regalos todo el proceso se detiene y desaparece. Al parecer va a estar más ocupada de lo que esperaba y se culpa a si misma por haber dejado las cosas para el último momento. En fin, que se le va a hacer. Se encamina hacia la cocina y decide preparar un café muy cargado, justo lo que necesita para comenzar el día con energía. Sus gélidas manos, como si de un vampiro se tratasen, necesitan deshacerse del frío, y el roce de ellas con la caliente cerámica, le produce una sensación de alivio, mientras que el suave aroma del café y la calidez que desprende, junto con el abrumador silencio que en la casa se presenciaba, aportan el justo nivel de comodidad necesario para hacer que se plantee ir o no a la oficina.


El cúmulo de trabajo apenas le ha dejado dormir y aún no está totalmente despejada, parece ser que un solo café no ha sido suficiente, suerte que ha comprado uno para llevar en Starbucks. El estruendo del metro, los trenes yendo y viniendo, el parloteo de la gente, las fuertes y rápidas pisadas seguían un ritmo y una melodía que podría considerarse música. El ambiente de estrés se ve y siente, y sus oídos se encuentran muy sensibles, tanto que le pitan. Está un poco aturdida, y tanto movimiento distrae, sin embargo debe estar atenta a la llegada del tren y hace enormes esfuerzos por no perderlo. Odia el metro, con toda su alma, pero es lo que hay hasta que el mecánico consiga reparar el coche. Una vez en el vagón cae en un asiento vacío, agotada, como si hubiese caminado durante días por un laberinto, deseosa por encontrar la salida. El móvil suena, es su jefe, mira la hora y se da cuenta de que llega tarde, lo coge, rendida, y le explica la situación. Otra vez vuelve a sonar, pero esta vez es un mensaje del Whatsapp, lo abre y es una felicitación familiar, una foto de su hermano pequeño vestido de Papá Noel, con una barba tan larga que podría usarla para hacerse pasar por Dumbledore en carnaval. Ese ínfimo detalle, que para algunos carecería de importancia, provoca una sonrisa en sus labios, acompañado de unos ojos centelleantes y alegres que le daban mejor aspecto. Por primera vez desde que abrió los ojos al despertar por la mañana se siente feliz.


El tren se para.

Sale a Callao, enmarcado en un entorno tan navideño que puede llegar a empalagar. Ha empezado a nevar y ve luces colgando, todavía siguen encendidas. 

La más grande y llamativa capta su atención, en ella pone: “Feliz Navidad”.

sábado, 21 de marzo de 2015

Hola, primavera


El ambiente se caldea suavemente, sin llegar a fundir los termómetros. La gran nube se separa y divide su imponente forma en minúsculas nubes blancas repartidas por todo el cielo, acompañando al sol. Este lanza con orgullo cientos de rayos que previamente salían tan tímidamente, y el potente tono dorado que conservan se deshace al toparse con cualquier cosa, para convertirse en una fina capa radiante que intensifica la belleza de todo aquello que le rodea. Las flores mudan su anterior palidez a una variada gama de colores vivos que cubren por completo los campos, transformándolos en mares sólidos, donde el aire contribuye moviendo cada pétalo simulando el característico oleaje. Su aroma se desliza  en el interior de las casas, recorre calles y lugares recónditos, con el propósito de recordar a niños que juegan y corren tras la pelota, personas que duermen tumbados en la hierba con la gorra en la cabeza, que pasan el rato en buena compañía sentados en la terraza del bar de al lado, personas que salen a correr para comenzar a ponerse en forma o para continuar, o simplemente que pasean para aprovechar un día tan agradable,  la llegada de la primavera.

domingo, 8 de marzo de 2015

Copos


Tenía frío, pero estaba feliz, miró al cielo y las estrellas heladas empezaron a caer, estiró su pequeño brazo y puso la mano boca arriba, con la palma a modo de cuenco recogiendo cada copo de nieve que caía, copos que se depositaban con delicadeza y exquisita elegancia en el guante de la niña, como si danzando al son del sonido del aire estuvieran. Copos de un blanco puro, flamantes, compuestos de infinitas ramas puntiagudas y amenazadoras, pero  frágiles y quebradizas. Copos supeditados eternamente al frío, que temen al Sol y pierden su belleza invernal con su presencia. De repente, la niña dejó de observar aquella nieve que había recubierto el guante y seguidamente sacudió su minúscula mano para, a continuación, iniciar su momento de diversión. 

Ella llamó al timbre de su casa, aún emocionada, y cuando su madre abrió se dispuso a correr en dirección a la cocina, hora de comer. Una vez acabó se sentó al lado de la chimenea y se fijó en las botas impermeables, esas botas que había usado pocas horas antes de volver a casa, con inmensos pegotes de nieve que, junto a sus rizos húmedos y su indumentaria cubierta de blanco, revelaban lo bien que lo había pasado fuera. Sin embargo, los copos habían desaparecido, tan solo quedaba agua, gotas transparentes, brillantes a la luz del fuego que caían hasta llegar al suelo y rozaban con la suela colmada de barro. Esta imagen la alteró, sus ojos se pusieron como platos y corrió hacia la ventana, con el corazón en un puño se subió a una silla, y con la prisa de un niño abriendo un regalo de cumpleaños limpió con la manga del pijama el vaho del cristal. Contempló el paisaje. La nieve todavía envolvía hasta la última flor, pero el cielo había perdido su tono pálido y gris, el azul se anteponía y por una nube solitaria asomaba el enemigo.

jueves, 5 de marzo de 2015

Bello mar



Él bajaba todos los días a la playa. Desde que la vio no paró de ir, mañana, tarde, incluso noche, esperando volver a verla. Aprendió a surfear para no aburrirse de los continuos y rutinarios baños en el mar, y de las horas muertas tumbado en la hamaca o en la toalla con la intención de tapar el blanco nuclear que desprendía su piel. Aprendió también a jugar al ajedrez, a hacer karate, taichí… pero no le convencían, nada se podía comparar al surf. El contacto de la refrescante y salada agua contra su piel y la suave brisa que chocaba contra su rostro cuando cogía una ola a gran velocidad, le hacían olvidarla por un momento, un espléndido momento de entretenimiento que iba convirtiéndose por minutos en su más preciado vicio.

Cuando amanecía, se levantaba y desayunaba, con la emoción tatuada en la cara, cual niño a punto de abrir los regalos de Navidad. Deseaba que ese día fuera el definitivo, ansiaba verla de nuevo. Sin embargo, la esperanza fue desapareciendo poco a poco, día tras día, cada contacto con el mar suponía un minuto, una hora, o una mañana o tarde sin pensar en ella. Su musa empezó a parpadear en su mente, cada vez con menor intensidad, con menor continuidad, hasta el momento en que simplemente se desvaneció, como un puñado de arena vertido en una mano abierta. Él cambió, tanto que la sal empezaba a incrustársele en el pelo, este, parecía acariciado por el sol, del mismo modo que su piel, pasando del inicial color pálido a un envidiable ámbar y, en ocasiones, cuando llegaba a casa traía consigo algunas conchas en los bolsillos del bañador. El mar le trataba maravillosamente bien, le regalaba las mejores olas que pudiesen existir y siempre que fallaba le ayudaba arrastrándole con mera delicadeza a la orilla. Él terminó enamorándose de la belleza de su mundo y acabó convenciéndose a sí mismo de que su vida estaba allí.

Las vacaciones terminaron y emprendió, totalmente alicaído y desolado, el viaje de vuelta a Irlanda, pero volvería, eso seguro. Con esta ida, el deslumbrante azul turquesa que el mar conservaba comenzó tornándose gris y opaco, se volvió indómito, impetuoso y vehemente, lejos quedó la calma, ese característico y agradable oleaje que amansaba a cualquier fiera. Nada volvió a ser lo mismo.

Ella apareció, por fin, cubierta de conchas y agua salada, poseía la extraordinaria belleza del mar. Se sentó en la orilla, contemplando el hermoso reflejo de su propia tristeza, el color y el carácter que había adoptado tras su marcha.

De repente una brusca e intempestiva ráfaga de aire alteró el ambiente, trayendo consigo algunas hojas que fueron depositándose con gran donaire sobre el agua. 

Resopló.

El verano se acababa.
El otoño se acercaba.

miércoles, 4 de marzo de 2015

Una tarde tranquila


Ella paseaba sola por la acera, cansada, buscando una cafetería donde refugiarse del frío y tomar una taza de café caliente que calmara aquellos dedos que buscaban desconsoladamente algo de calidez. El doloroso frío ascendía desde las uñas de los pies hasta la misma punta de su nariz, tornándola de un rojo encendido, como marcada por un fierro ardiendo. Su piel estaba tensa y seca, y sus músculos apenas respondían, era tan intenso que hasta los perros más robustos llevaban ropa de abrigo. De repente un fuerte aroma a café entró por sus fosas nasales e inconscientemente, como un cuerpo ingrávido, siguió el camino que había trazado aquel maravilloso olor. 

Se paró frente al paraíso y abrió la puerta. El calor la inundaba, la rodeaba y envolvía, incitándola a sentarse en el acogedor rincón vacío pegado al cristal. Cuando lo hizo miró a través de ella mientras esperaba a que la atendieran. El cielo plomizo lanzó una primera y débil gota de agua, después una segunda más potente, y así hasta que los transeúntes se vieron obligados a alzar sus paraguas abiertos. El conjunto creaba un contraste espléndido, un paisaje enmarcado por salpicaduras de diferentes colores que destacaban ante la emblemática figura de París fundida con el gris de la ciudad. El camarero llegó,
un café y un croissant de chocolate, por favor. Cuando el muchacho le dio la espalda se quitó el abrigo, la bufanda, el gorro, los guantes y sacó su libro. Reinaba la tranquilidad, tan solo se oía la lluvia de la calle, algunos murmullos de otros presentes y el silencioso sonido de su cabeza siguiendo la lectura, palabra por palabra, línea por línea.
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