domingo, 8 de marzo de 2015

Copos


Tenía frío, pero estaba feliz, miró al cielo y las estrellas heladas empezaron a caer, estiró su pequeño brazo y puso la mano boca arriba, con la palma a modo de cuenco recogiendo cada copo de nieve que caía, copos que se depositaban con delicadeza y exquisita elegancia en el guante de la niña, como si danzando al son del sonido del aire estuvieran. Copos de un blanco puro, flamantes, compuestos de infinitas ramas puntiagudas y amenazadoras, pero  frágiles y quebradizas. Copos supeditados eternamente al frío, que temen al Sol y pierden su belleza invernal con su presencia. De repente, la niña dejó de observar aquella nieve que había recubierto el guante y seguidamente sacudió su minúscula mano para, a continuación, iniciar su momento de diversión. 

Ella llamó al timbre de su casa, aún emocionada, y cuando su madre abrió se dispuso a correr en dirección a la cocina, hora de comer. Una vez acabó se sentó al lado de la chimenea y se fijó en las botas impermeables, esas botas que había usado pocas horas antes de volver a casa, con inmensos pegotes de nieve que, junto a sus rizos húmedos y su indumentaria cubierta de blanco, revelaban lo bien que lo había pasado fuera. Sin embargo, los copos habían desaparecido, tan solo quedaba agua, gotas transparentes, brillantes a la luz del fuego que caían hasta llegar al suelo y rozaban con la suela colmada de barro. Esta imagen la alteró, sus ojos se pusieron como platos y corrió hacia la ventana, con el corazón en un puño se subió a una silla, y con la prisa de un niño abriendo un regalo de cumpleaños limpió con la manga del pijama el vaho del cristal. Contempló el paisaje. La nieve todavía envolvía hasta la última flor, pero el cielo había perdido su tono pálido y gris, el azul se anteponía y por una nube solitaria asomaba el enemigo.

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