jueves, 5 de marzo de 2015

Bello mar



Él bajaba todos los días a la playa. Desde que la vio no paró de ir, mañana, tarde, incluso noche, esperando volver a verla. Aprendió a surfear para no aburrirse de los continuos y rutinarios baños en el mar, y de las horas muertas tumbado en la hamaca o en la toalla con la intención de tapar el blanco nuclear que desprendía su piel. Aprendió también a jugar al ajedrez, a hacer karate, taichí… pero no le convencían, nada se podía comparar al surf. El contacto de la refrescante y salada agua contra su piel y la suave brisa que chocaba contra su rostro cuando cogía una ola a gran velocidad, le hacían olvidarla por un momento, un espléndido momento de entretenimiento que iba convirtiéndose por minutos en su más preciado vicio.

Cuando amanecía, se levantaba y desayunaba, con la emoción tatuada en la cara, cual niño a punto de abrir los regalos de Navidad. Deseaba que ese día fuera el definitivo, ansiaba verla de nuevo. Sin embargo, la esperanza fue desapareciendo poco a poco, día tras día, cada contacto con el mar suponía un minuto, una hora, o una mañana o tarde sin pensar en ella. Su musa empezó a parpadear en su mente, cada vez con menor intensidad, con menor continuidad, hasta el momento en que simplemente se desvaneció, como un puñado de arena vertido en una mano abierta. Él cambió, tanto que la sal empezaba a incrustársele en el pelo, este, parecía acariciado por el sol, del mismo modo que su piel, pasando del inicial color pálido a un envidiable ámbar y, en ocasiones, cuando llegaba a casa traía consigo algunas conchas en los bolsillos del bañador. El mar le trataba maravillosamente bien, le regalaba las mejores olas que pudiesen existir y siempre que fallaba le ayudaba arrastrándole con mera delicadeza a la orilla. Él terminó enamorándose de la belleza de su mundo y acabó convenciéndose a sí mismo de que su vida estaba allí.

Las vacaciones terminaron y emprendió, totalmente alicaído y desolado, el viaje de vuelta a Irlanda, pero volvería, eso seguro. Con esta ida, el deslumbrante azul turquesa que el mar conservaba comenzó tornándose gris y opaco, se volvió indómito, impetuoso y vehemente, lejos quedó la calma, ese característico y agradable oleaje que amansaba a cualquier fiera. Nada volvió a ser lo mismo.

Ella apareció, por fin, cubierta de conchas y agua salada, poseía la extraordinaria belleza del mar. Se sentó en la orilla, contemplando el hermoso reflejo de su propia tristeza, el color y el carácter que había adoptado tras su marcha.

De repente una brusca e intempestiva ráfaga de aire alteró el ambiente, trayendo consigo algunas hojas que fueron depositándose con gran donaire sobre el agua. 

Resopló.

El verano se acababa.
El otoño se acercaba.

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