miércoles, 4 de marzo de 2015

Una tarde tranquila


Ella paseaba sola por la acera, cansada, buscando una cafetería donde refugiarse del frío y tomar una taza de café caliente que calmara aquellos dedos que buscaban desconsoladamente algo de calidez. El doloroso frío ascendía desde las uñas de los pies hasta la misma punta de su nariz, tornándola de un rojo encendido, como marcada por un fierro ardiendo. Su piel estaba tensa y seca, y sus músculos apenas respondían, era tan intenso que hasta los perros más robustos llevaban ropa de abrigo. De repente un fuerte aroma a café entró por sus fosas nasales e inconscientemente, como un cuerpo ingrávido, siguió el camino que había trazado aquel maravilloso olor. 

Se paró frente al paraíso y abrió la puerta. El calor la inundaba, la rodeaba y envolvía, incitándola a sentarse en el acogedor rincón vacío pegado al cristal. Cuando lo hizo miró a través de ella mientras esperaba a que la atendieran. El cielo plomizo lanzó una primera y débil gota de agua, después una segunda más potente, y así hasta que los transeúntes se vieron obligados a alzar sus paraguas abiertos. El conjunto creaba un contraste espléndido, un paisaje enmarcado por salpicaduras de diferentes colores que destacaban ante la emblemática figura de París fundida con el gris de la ciudad. El camarero llegó,
un café y un croissant de chocolate, por favor. Cuando el muchacho le dio la espalda se quitó el abrigo, la bufanda, el gorro, los guantes y sacó su libro. Reinaba la tranquilidad, tan solo se oía la lluvia de la calle, algunos murmullos de otros presentes y el silencioso sonido de su cabeza siguiendo la lectura, palabra por palabra, línea por línea.

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