domingo, 29 de marzo de 2015

Seis de la mañana

 
Seis de la mañana. Ella se levanta de la cama y coloca en el suelo de tarima los calentitos pies cubiertos por aquellos calcetines de renos que le regalaron las Navidades pasadas, feos como ellos solos, pero oye, abrigan. Mira por la ventana totalmente helada y envuelta en una gruesa capa de escarcha. Aún es de noche, pero se puede entrever el mal color del cielo, está encapotado, amenazando con provocar una inminente y estrépita lluvia que difícilmente podría no transformarse en nieve por el frío. De repente aparece sumida en sus pensamientos, le espera un día lleno de trabajo y piensa en cómo debería organizarse para no llegar tarde a la cena de Nochebuena. Una oleada de ideas, planes y esquemas mentales pasan por su cabeza, pero al acordarse de los regalos todo el proceso se detiene y desaparece. Al parecer va a estar más ocupada de lo que esperaba y se culpa a si misma por haber dejado las cosas para el último momento. En fin, que se le va a hacer. Se encamina hacia la cocina y decide preparar un café muy cargado, justo lo que necesita para comenzar el día con energía. Sus gélidas manos, como si de un vampiro se tratasen, necesitan deshacerse del frío, y el roce de ellas con la caliente cerámica, le produce una sensación de alivio, mientras que el suave aroma del café y la calidez que desprende, junto con el abrumador silencio que en la casa se presenciaba, aportan el justo nivel de comodidad necesario para hacer que se plantee ir o no a la oficina.


El cúmulo de trabajo apenas le ha dejado dormir y aún no está totalmente despejada, parece ser que un solo café no ha sido suficiente, suerte que ha comprado uno para llevar en Starbucks. El estruendo del metro, los trenes yendo y viniendo, el parloteo de la gente, las fuertes y rápidas pisadas seguían un ritmo y una melodía que podría considerarse música. El ambiente de estrés se ve y siente, y sus oídos se encuentran muy sensibles, tanto que le pitan. Está un poco aturdida, y tanto movimiento distrae, sin embargo debe estar atenta a la llegada del tren y hace enormes esfuerzos por no perderlo. Odia el metro, con toda su alma, pero es lo que hay hasta que el mecánico consiga reparar el coche. Una vez en el vagón cae en un asiento vacío, agotada, como si hubiese caminado durante días por un laberinto, deseosa por encontrar la salida. El móvil suena, es su jefe, mira la hora y se da cuenta de que llega tarde, lo coge, rendida, y le explica la situación. Otra vez vuelve a sonar, pero esta vez es un mensaje del Whatsapp, lo abre y es una felicitación familiar, una foto de su hermano pequeño vestido de Papá Noel, con una barba tan larga que podría usarla para hacerse pasar por Dumbledore en carnaval. Ese ínfimo detalle, que para algunos carecería de importancia, provoca una sonrisa en sus labios, acompañado de unos ojos centelleantes y alegres que le daban mejor aspecto. Por primera vez desde que abrió los ojos al despertar por la mañana se siente feliz.


El tren se para.

Sale a Callao, enmarcado en un entorno tan navideño que puede llegar a empalagar. Ha empezado a nevar y ve luces colgando, todavía siguen encendidas. 

La más grande y llamativa capta su atención, en ella pone: “Feliz Navidad”.

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